Mi relato finalista en los internacionales Premios Literarios Constantí 2018


LAS NAVIDADES EN LA CASA ENCANTADA

Era medianoche cuando los jóvenes aparcaron impacientes el coche debajo de los silenciosos pinos cuyas cimas se veían desde la curva antes de llegar al lugar. Cansados por el largo viaje, ellos descargaron las mochilas y se dirigieron hacia el portal de aquella casa que parecía deshabitada, sumergida en su profundo sigilo. Somnolientas en la lejanía, se escucharon las campanas de la iglesia y su atrevida voz resonó bajo el oscurecido cielo. La tormenta se acercaba desde el norte y no prometía nada bueno, algo que Sara intentó recordarle a Marc. No obstante, él estaba de buen humor después de la última copa en la taberna en la parada anterior.

—¡Relájate, que estás muy tensa!

Sus aburridas palabras la irritaron. Vino hasta aquí con este chulito a quien apenas conocía solo porque no quería perder la apuesta con sus amigos quienes decían, burlones, que no se animaría a hacer este viaje.

—Vamos, nos están esperando...

Él la tiró bruscamente de la mano y ella, involuntariamente, sintió la cercanía de su cuerpo varonil. Dio por una última vez una estremecida mirada a su alrededor y, sin ganas, le siguió hacia el portal. Tras sus espaldas, el búho escondido entre las ramas aleteó, inquieto. Después, de nuevo volvió a reinar un silencio misterioso.

Caminaban sin hablar. Por los dos lados del camino lleno de barro y hojas  esparcidas, el murmullo de los pinos hacía un lúgubre recordatorio a los cementerios. Las primeras gotas no tardaron en caer, y ambos apresuraron su paso. La chica pisó algo pegajoso y gritó asustada. Su compañero le apretó la mano y evitó que se cayera. El trueno que prosiguió, la hizo temblar y ella se acurrucó entre sus brazos. Percibió el aroma a vermut y, quién sabía por qué, le vinieron ganas de volver atrás. Sin embargo, no llevaba el carnet de conducir. Giró la cabeza y justo entonces, él la besó con toda la pasión que retenía desde que la conoció hace un par de semanas.

De pronto, empezó a caer la lluvia, brusca y rabiosa como si se acercase el diluvio. Unos rayos cayeron muy cerca de esa zona abandonada entre las colinas, en la que ellos ni siquiera habían averiguado si realmente les esperaban. Jorge, otro soberbio y amigo de Marc, afirmó que el caserón estaba siempre abierto por Navidad, a pesar de eso, nadie comprobó esta información, ni tampoco llamaron al dueño, un tal Pepe El Cojo.

—¡Joder! —chilló Marc cuando Sara le agarró fuerte del brazo—. Me vas a romper la chaqueta.

El viento comenzaba a ulular como una bestia herida entre los árboles  levantándole la falda a su compañera. La chica intentó bajársela, pero justo entonces él se agachó y ella le dio un golpe en la nariz.

—¡Me has hecho sangre! —le volvió a gritar el chaval.

Seguidamente, le besó las manos buscando excusas por su repentino ataque de ira. Un chorrito de sangre se le caía hacia la boca y él lo saboreó, mezclado con el aroma a pintalabios.

Apenas cuando alcanzaron la entrada de la casa, notaron que estaba sumergida en una oscuridad absoluta. Cuanto más se acercaban, más macabras se veían sus enormes ventanas repletas de macetas con flores marchitas. “Serán las peores Navidades de mi vida”, pensó Sara, y tembló por la hostilidad que insinuaba este sitio. De algún lugar de atrás, se oyó el ladrido de unos perros enojados, y ella dirigió una mirada fulminante hacía allí. Nada indicaba que aquí se estaba preparando una fiesta; no había guirnaldas, ni luces navideñas. El jardín cubierto de barro y arbustos deshojados, apestaba a moho. Por un instante, por la cabeza se le pasó la imagen de la chimenea y el árbol de Navidad en su casa llena de vida, y sintió más bien rabia que pena. “¡Por esa maldita apuesta!”, dijo para sí, y ayudó a su compañero a sujetarse el pañuelo en el lugar de la herida.

En el hostil porche, por lo menos estaban a salvo de la tormenta que seguía volcando su fuerza por encima del techo. Marc se sacó el móvil del bolsillo y marcó el número que le dio su amigo Jorge. Dudó, luego se quitó el pañuelo de la nariz y llamó. De seguida, el buzón de voz le informó fríamente de que la llamada no se podía realizar. A su lado, Sara se estaba mordiendo las uñas angustiada, mientras que el esmalte se desprendía. Estaba temblando. El búho se acercó y sus alas marcadas por la lluvia, silbaron siniestras.

—Quiero entrar, ¿me oyes? —lloró agobiada. Marc encendió el mechero. Bajo la luz tenue le observó la cara y con esfuerzo detuvo el grito que le salía de la boca. Sara quiso preguntarle qué ocurría, pero no fue capaz de decir ni  una sola palabra. A sus espaldas, una sombra destelló junto al rayo. El trueno se llevó el grito que ella soltó, mientras su cara se distorsionaba frente a la imagen dentro de la casa.

Una mano, congelada y pesada, la agarró del hombro. Marc le tapó la boca.

—Shhhh... Tranquila... Es el dueño. —intentó calmarla aunque se le veía nervioso. La misma mano le agarró a él también y, empujándoles, les hizo callar.

El desconocido fumaba un cigarr0 barato. Maloliente a alcohol, sacó una navaja pero el chaval le empujó y le hizo caerse de espaldas. Del golpe que se dio en el escalón se rompió el brazo, y sus repentinos quejidos se mezclaron con el trueno que le iluminó la cara; Marc se detuvo alterado: era la misma, pero limpia y sin la barba que vieron en la foto de aquel anuncio en internet. “Fiestas privadas irresistibles: ¡ven y no te arrepentirás!”.

—No te muevas, chaval... —ordenó lentamente el otro y se sacó del bolsillo una pistola. Los jóvenes le estaban mirando, confundidos. Era evidente que esta era su casa, la que vieron anunciada. Eso sí, con otras fotos, más navideñas aunque de aquellas que se ponen para atraer a los clientes que buscan fuertes emociones en casas encantadas. “Me voy a morir por una maldita apuesta!”, no dejaba de torturarse la chica. El viento le levantó la falda; esta vez ni se le ocurrió ponérsela bien.

—Necesito a alguien con quien compartir las navidades —le interrumpió los pensamientos el viejo. De su boca apestada a coñac salía una densa espuma—. No quiero celebrarlas solo otra vez, ¿está claro? No quiero...

Sus quejidos enmudecían bajo la fuerza de la tormenta. Los pocos dientes que le quedaban relumbraban con cada rayo, bestiales. En su mano, la pistola se agitaba con cada gesto que él hacía. Si realmente estaba cargada, les convenía obedecerle.

Bajo sus órdenes, entraron dentro. Insistió que le inmovilizaran el brazo con una barra de hierro que sacó de atrás de la puerta. Dio un portazo con el pie y, furioso, encendió las luces. Marc y Sara no se atrevían ni a respirar. Enmudecidos, seguían cada movimiento que hacía.

Por dentro, la casa no estaba mal aunque sí algo desordenada. Los muebles eran antiguos y, evidentemente, de mucho valor. Al fondo, la chimenea parecía un ataúd, apagada y con su ténebre portón. Encima de la repisa estaban expuestas las fotos de una chica sonriente, extremadamente bella y de la misma edad que ellos dos. Sara cogió a Marc de la mano. Le sudaban las palmas. El dueño llenó un vaso con coñac. Se lo bebió de un tirón y se giró. Les contemplaba con furia, sin parpadear. Detrás de su robusta figura descuidada por la mala vida, destacaba una mesa alargada repleta de comida. Sara se tragó la saliva. Tenía hambre y miedo a la vez. Miró a la joven en las fotos: era bella pero apenada por algo incomprensible. Por encima de los marcos, onduladas caían unas guirnaldas navideñas cuyas luces se reflejaban en su mirada atónita. Desde la calle, nada hacía referencia que dentro de la tenebrosa casa se estaba preparando una fiesta.

—Murió en este día hace veinte años —dijo el hombre y se calló. Tiró la pistola en el sillón al lado de la chimenea, y los chicos pensaron que tal vez no estaba cargada. El malo, obviamente, fingía. Se echó otro vaso de coñac y, esta vez, se lo bebió a sorbos. Dijo que su hija había muerto en un incendio celebrando la Navidad en una casa encantada. Al escuchar esto, Sara se paralizó de miedo. ¿Este loco les quería tener como rehenes?

—¡Todos a la mesa! —inesperadamente, soltó el demente.

Los tres se sentaron. Él se quitó la barra de hierro y, cojeando, les entregó los regalos. Perpleja, la invitada miraba las cajas envueltas en papel de unos colores alegres. Intuyendo su indecisión, él la empujó para que cogiera el suyo. Obedeció, desganada. Marc examinaba la pistola. Le vinieron ganas de cogerla pero al no saber con seguridad si estaba cargada o no, no se atrevió. Con una vaga mirada, respondió al brindis del viejo. Al igual que su amiga, tenía miedo.

Repentinamente, los perros que habían escuchado mientras estaban fuera, volvieron a ladrar. Esta vez se oyeron, desconsolados, y los chavales se pararon a escuchar. El cojo se acercó a la ventana y los rayos le alumbraron el rostro. Por los movimientos de sus labios, daba la sensación de que conversaba con la enojada naturaleza.

Detrás de los cristales, la sombra del búho atravesó el jardín. Los perros no paraban de ladrar. Sara temblaba y los dientes le castañeteaban. Le pareció notar que la chica de las fotos hizo un movimiento con la boca, y con un grito se lanzó hacia el padre pero arrastró el mantel de la mesa y los cubiertos se esparcieron por el suelo. Marc aprovechó el alboroto para coger la pistola; estaba descargada. Todo pasó tan de prisa que ni siquiera él lo comprendió. Preso del pánico, le dio al viejo un golpe fuerte con el hierro y lo soltó apenas fuera. Se ve que los perros estaban atados en el patio trasero, y los dos se pusieron a correr por el camino donde habían aparcado el coche. A Marc le temblaban las manos y no pudo arrancarlo, así que lo dejaron y echaron a correr por el rocoso sendero hacia el pueblo cercano. Los rayos les iluminaban el paso... Sara se enganchó en un arbusto y los pinchos se le clavaron en la mejilla. Tuvieron que parar y quitárselos de inmediato. Todavía estaban muy cerca de la casa y no debían perder ni un minuto, aún no estaban completamente a salvo.

Sin embargo, en la lejanía, la robusta figura del cojo se levantó sin apresurarse. Su barba sobresalió en el fondo de la tormenta. En la mano de su oscura silueta se distinguía la pistola, y únicamente las fotos de la joven sonriente eran testigos de que una vez en aquella casa se habían celebrado las Navidades.




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