Un cuento dramático corto

UNA MARIPOSA ATRAPADA
Estaba escuchando la lluvia intentando no pensar en nada más que en esa tormenta que definitivamente marcaba el fin de la temporada. Hasta el veranillo, que vendría como para burlarse de él y de sus recuerdos veraniegos.
Se alejó de la ventana y suspiró. Alquiló el estudio para complacerla, pero se ve que se equivocó.
Volvió a poner el vinilo de Deep Purple que compraron juntos la semana pasada, en aquella tienda musical en la esquina de casa de Lia. Miraba la carátula y sintió el reciente dolor de esa separación tal vez argumentada por parte de ella, pero para él, incomprensible.
Miró su frágil cara llena de llagas, en la foto de la mesita de noche donde ella dormía antes, y de repente le entraron ganas de romper el marco. Pero no lo hizo, francamente porque eso no le iba a aliviar el deseo de estar otra vez junto a ella. Se vistió de cualquier manera y salió angustiado a la calle. Sin paraguas y sin chaqueta, llevaba puestos solo los tejanos que ella le regaló por su cumpleaños el mes pasado. Ni un mes desde entonces, y ya le parecía una eternidad.
Pasó al lado de la cafetería donde les gustaba sentarse los domingos cuando él no trabajaba en el almacén de vinos, y de costumbre giró su mirada hacía la mesa al fondo. Estaba ocupada por una pareja mayor que se daba abrazos comiendo golosamente unos pasteles, y sus labios se movían de alegría. ¿Quién sabe de qué conversaban? A lo mejor, del mal tiempo mismo, pero hasta eso les hacía sentirse felices juntos.
Siguió su camino mientras las gotas se le caían encima, gruesas como los crisantemos que le regaló el último domingo cuando ella le dijo que ya no sentía nada por él. Y se fue, así de sencillo. Pensando que hasta le había comprado un anillo de alianza, le dieron ganas de vomitar, que así a lo mejor se iba a librar del agobiante pensamiento. No le apetecía ni emborracharse, tampoco podía dormir ya que se despertaba a menudo por la noche. Tenía ganas de tenerla en sus brazos y de acariciarla suavemente. Eso le bastaría para sentirla suya.
Dobló la esquina y sin darse cuenta, llegó al umbral de su casa. Se paró un rato bajo las ventanas de su dormitorio, llenas de rojos geranios empapados por la lluvia, y al ver las luces encendidas apretó fuerte los ojos. Las lágrimas que se le cayeron se mezclaron invisibles con las del rabioso cielo.
Una indefensa mariposa se había encallado en el alféizar intentando sin éxito salvarse de la tormenta. “Igual que Lia”, pensó y se alejó entristecido no tanto por su decisión de marcharse, sino por la injusticia de una enfermedad de la cual solo el nombre era bonito: piel de mariposa.


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