Un cuento de fantasía triste

EL PARAÍSO DE LA PALOMA
Los niños golpeaban a las desventuradas palomas riéndose en voz alta, con el índice estirado hacia el suelo, de donde la sangre surgía hacía los cielos como una fuente sin fondo.
La sofocante placeta se disminuía aún más bajo las grises nubes que predicaban tormenta. Para ser las cinco de la tarde, era poco habitual el aire agobiante, en esa calle oprimida por las macetas de colores, con gruesas flores como lágrimas de una madre sin hijos.
Las voces de los gamberros borboteaban nerviosas como teteras a presión, mezclándose con los inocentes gritos de los heridos pájaros. “¡Pobre, agoniza!”, pensó Stefan observando a una paloma herida de muerte. Él se había quedado como paralizado, fuera del vicioso círculo hecho por sus amigotes.

El repentino puñetazo le partió el pensamiento, haciéndole caer de espaldas. Ni se puso a llorar, solo sintió un dolor sordo en la nuca y de repente vio una nube de luciérnagas alrededor. Oyó la voz del pelirrojo Eduard, como si fuera a través de un túnel lejano: – ¡Dejadme que le golpee yo también!
Y se encogió de desconsuelo.
En ese mismo momento se vio subir, junto a la sangrante paloma, a una carroza de plata y oro, que les ascendió después del instantáneo viaje, delante de un anciano con barba y bondadosa sonrisa. -Estás en el paraíso-, habló el viejo y extendió sus brazos para aceptarle. Su generosidad no le extrañó, solo le hizo sentirse como en casa. Apretaba indeciso al moribundo pájaro, y su sangre fluía junto con la suya. “¿Así que he muerto?”. Sus ojos exploraban las luces de su alrededor, como para asegurarse de que no fuera un sueño. Estiró el brazo, para entregar el cadáver al bondadoso señor, pero aquel se lo negó, diciendo que “todavía no ha llegado su hora”…
-¡Dale otro más!- los furiosos chavales daban fuertes patadas tanto a Stefan, como a la paloma retorciéndose de dolor y fragilidad a sus pies. Y fue entonces cuando bajo sus dedos aparecieron las raíces de una flor, equivocadamente surgida entre las baldosas, como una salvación. Allí, entre las bocas que gritaban contorsionándose, y las caras de niños frustradas por una maldad poco comprensible…
La piedra que se encontró en su mano, alcanzó a Eduard y lo hizo desplomarse al mojado suelo. Una lluvia, intensa y desapacible, se le cayó encima como un diluvio.
Su llanto rompió bruscamente el maldito silencio de esa calle, de costumbre tranquila y sigilosa. Al instante, los niños se esparcieron por doquier, dejando en un charco de sangre a las palomas y al caído Eduard, encima de quien se quedó asomado solo Stefan hasta que el botiquín del médico apareció por la esquina.

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