Un cuento surrealista

LAS FLORES NAVIDEÑAS DE PEPE
Cada mañana se levantaba a las cinco y antes de comerse la ensaimada con un tazón de leche, empezaba a poner en orden el almacén de su hospitalaria floristería, que se hallaba en la esquina de la calle Mayor. Pepe ya era muy anciano para cuidar solo de su negocio, pero desconfiaba de la paciencia que alguien pudiera tener para este trabajo tan fino y caprichoso, así que declinó la generosa oferta de ayuda por parte de sus hijos. Y no le importaba hacerlo todo él mismo, desde la limpieza cotidiana hasta la misma venta, para él era cuestión de orgullo y deber cumplir con sus obligaciones hacia las flores.
Su pasión por las plantas era algo realmente increíble. Las amaba, les cantaba y bailaba a su alrededor, incluso los domingos por la tarde, cuando bajaba la persiana de la tienda, cogía su anticuada armónica y tocaba, en su honor, la música más celestial de la cual era capaz. Después de haber perdido a su Marielena abatida por el Alzheimer, en el mundo de este admirador de la naturaleza ya no cabía digno lugar para nadie más, excepto sus mimosas criaturas, las flores. Las adoraba.
Y cada madrugada cuando ni siquiera el sol había revelado al mundo exterior su rostro, Pepe comenzaba a sacar las macetas, acariciar las plantas, hablarles metiendo los sacos de abono en el carro que venía a recoger su viejo amigo Rodolfo. Este era un hombre de su edad que él conocía desde la infancia. Se peleaban mucho, no solo por la floristería de cuyo asunto cada uno opinaba de una manera diferente. Estaban en una guerra eterna, que si por las catástrofes mundiales, los niños huérfanos o quién sabía de qué, más que el otro. Escucharles era como un espectáculo, de aquellos antiguos, de los artistas viajantes. Los clientes les adoraban y no hacían caso de sus incesables discusiones.
Pero aquella mañana la pequeña floristería pintada por fuera con los colores del arcoíris quedó inesperadamente sigilosa. La campanita de sus puertas cerradas con el candado no sonó, como de costumbre cuando alguien entraba dentro, ni tampoco se movieron inquietas las cortinas de las ventanas, donde el dueño ya había colgado las guirnaldas navideñas. Faltaban diez días hasta Nochebuena, y aunque en ese día hacía años que perdió a Marielena, necesitaba alegrar el ambiente, en su memoria y por el amor que ella tenía hacia las fiestas navideñas.
Ya eran las nueve pasadas, y la calle se despertaba, poco a poco, entre los saludos de los transeúntes y los vendedores de los negocios de los alrededores. Solo la floristería del viejo Pepe quedó cerrada. Tampoco se veía por ningún lado su amigo, el parlanchín Rodolfo, que era algo inusual, ya que se apuntaba entre los primeros que bajaban por la calle Mayor por las mañanas. Un silencio extraño rodeaba la colorida tienda, cuya vivaz alegría entre las exóticas plantas ahora destacaba, tenebrosa y deprimente.
La niña de las trenzas que pasó cogida de la mano de su madre se giró hacía las guirnaldas, pero enseguida prosiguió su camino, regañada. Apenas cuando doblaron la esquina de donde de costumbre salía Pepe con su oxidado carro, vieron una ambulancia que se llevaba al florero por el camino hacia el hospital.


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