Un cuento fantástico

POR UNA PATATA CRUDA
Estaba mirando fijamente las agujas del reloj de la pared, pensando que hubiera sido divertido si pudiera volver atrás en el tiempo, para evitar la bronca. Había suspendido varias asignaturas, y no sabía cómo arreglarlo. Las notas estaban puestas,  y no le quedaba otra cosa que hacer que aceptar la discusión en casa. Encima, ¡era Navidad! Mientras le daba vueltas a todo eso, llamaron a la puerta. Entre el jaleo en el recibidor, escuchó la voz de su tío, y suspiró de alivio. “Menos mal”, pensó que con su visita la bronca se iba a aplazar. Por si acaso, escondió las notas. Ya había inventado la excusa para que no insistieran en que se sentara en la mesa festiva: calentó el termómetro en la llama de una vela, se comió una patata cruda y se quedó sin parpadear un rato largo, para que le lloraran los ojos. Después de haber preparado la falsa fiebre, se metió en la cama tapándose del todo. Cuando su madre le llamó, ya estaba tiritando. Ella miró el termómetro, sacudió la cabeza y le dio una pastilla. Daba vueltas por la habitación sacando jarabes, mientras que su bata se arrastraba por el suelo. Siguieron sus consejos de siempre y cuando se acabó el refunfuño y ella salió, el chico abrió indeciso los ojos: primero uno, y luego el otro. Tenía que ser prudente, por si alguien entraba a visitar “al moribundo”, oyó fuera la broma de su padre, y contuvo la respiración. “La batalla del siglo se atrasa”, se dijo a sí mismo. Poco a poco, sin darse cuenta, se dormía bajo el efecto de la patata cruda…
–¡Dan, ey, Dan! –la voz provenía de atrás. Él se giró y vio a su padre. Al principio, no le reconoció: era un poco más bajo que él, y llevaba unos pantalones de un corte raro y una camisa antigua a cuadros. En la lejanía, le sonreía haciéndole señales para que se acercara. El joven pensó que llamaba a otra persona. Si no hubiera reconocido su sonrisa que era idéntica a la suya, y no hubiera visto sus fotos de pequeño, no se lo iba a creer. Al final de la calle en el pueblo de sus abuelos, su padre era talmente extraño, todo lleno de polvo y con una piruleta colorida en la mano. Tenía once años, igual que él, pero con un peinado diferente al que se llevaba ahora. Se acercó saludándole.
–¿Quieres pasar el día conmigo, Dan? –le preguntó, y el chico se sintió cómodo escuchando la voz conocida. Asintió con la cabeza. El otro le cogió de la mano y le llevó a su casa, que él había visto solo en fotos. En una silla bajita de tres patas, estaba sentada una anciana sin dientes, que le sonreía dulcemente tomando el sol en el porche.
–Es la madre de tu abuela. ¡Hace unos dulces espectaculares! –dijo su padre y cogió una magdalena de la bandeja en la mesa. El jovencito se la comió toda: era la más sabrosa que había probado. Desde el columpio colgado en el árbol del membrillo les llamó un niño. Se limpiaba los mocos con la manga de la camisa, y con la otra se metía golosamente en la boca grandes bocados de magdalenas. Era su tío, lo supo por los hoyuelos en las mejillas. Después de disfrutar de columpiarse juntos, se fueron a comer frutos rojos del bosque. Dan se cayó varias veces, y sus rodillas se llenaron de moratones, pero su alegría aumentaba con cada paso que daba. De vuelta, quiso estirar una cabra de la cola, y el pastor le regañó, pero luego todos se rieron. El pastor les dio un pico de pan rústico con un trozo de queso fresco. Dan se lo comió todo, y pidió más. Al bajar a la llanura, encontraron a otros niños jugando con canicas. El sol se reflejaba en sus flequillos: sentados en el prado, sus caras resplandecían de felicidad.
Con su llegada a casa, las estrellas ya estiraban su mantel efímero por encima del pueblo, acurrucado entre el canto de los grillos. Los tres ayudaron al abuelo a sacar agua del pozo. Luego se bebieron un vaso de leche y se sentaron alrededor de la hoguera, donde el guiso se estaba cocinando en silenciosos borbotones, desprendiendo olor a hierbas.
Justo cuando el abuelo les iba a contar un cuento de dragones, en la habitación entró  su madre, con la hoja de las notas en la mano. Dan abrió los ojos. Su frente estaba ardiendo. Se acordó de la patata cruda que se comió para provocar la fiebre, y sonrió a su padre, que le estaba mirando desde el umbral.
La fiebre había valido la pena, a cambio de pasar un día juntos, aunque solo en el sueño.


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