Un cuento crepuscular

VICTORIANO, EL ORGANISTA DE LA CATEDRAL



Victoriano bajaba lentamente por la escalera desde el órgano, mientras que sus manos temblaban deslizándose por la barandilla. No era solo por la vejez, aunque sus ochenta y nueve años no se pudieran menospreciar; estaba conmovido por la cita del día siguiente en la que debería entregar su oficio al nuevo organista. Aquel era un tal Valentino que recientemente había salido del conservatorio, a quien el anciano no había tenido el placer de conocer desde antes. Era demasiado joven para que este buen viejo, fiel a la catedral desde los quince años, se fiase de él. Por un lado, necesitaba retirarse, pero por el otro, iba a echar en falta hasta a los gatos vagabundos que maullaban en el umbral, a quienes daba comida cada noche antes de irse a casa.




Se miró de reojo las botas reparadas por su amigo, el zapatero ubicado en el casco antiguo, y sonrió: “No me las has hecho bien esta vez, Regino, y te voy a tirar de las orejas”, hablaba en voz alta, como si el otro estuviese presente. Cogió sin prisa el bastón de detrás de la puerta y salió. No se giró para contemplar por última vez el adorable órgano. Apenas cuando cerró la puerta, la pesadumbre acumulada brotó con toda su fuerza. Pobre Victoriano, empezó a llorar como un crío al que le han quitado el juguete. Se limpió la cara con el pañuelo que llevaba siempre en la mano porque le lloraban los ojos. Poco a poco, le estaban abandonando todas las partes del cuerpo, algo a lo que su digno carácter se negaba a reconocer hasta el día anterior; fue entonces, cuando el arzobispo le comunicó la triste noticia. Hasta aquel momento, Victoriano solo deducía que el fin se aproximaba y no se sentía preparado, ni tampoco lo comprendía o aceptaba. Sin embargo, a menudo se caía por la escalera desde el órgano o se desmayaba durante las misas, así que fue inevitable buscarle un sustituto. El drama provenía de su fragilidad y oposición siempre que el clero intentase decirle amistosamente algo sobre ello.




Se había acostumbrado a la soledad, y su única compensación había sido la convivencia con ese instrumento celestial que le había consolado con su divina melodía, año tras año. Se acordó de los tiempos en los que no llegaba a los pedales, y la nostalgia surgió entre sus temblantes labios, mezclada con la amarga sonrisa. Por la cabeza se le pasaron, como por una antigua cinta de cine todos los recuerdos, y su entristecida alma se llenó de dolor: resaltaron, entre melancolía y cariño, las imágenes del lejano pasado en el orfanato de donde le habían elegido los curas para que tocase el órgano de la catedral. Por un instante, se le encogió el corazón incluso por el pobre caldo que solamente olía a carne pero de esta no tenía nada, y por la podrida manzana que se comía cada día de postre. En esta arrinconada tragedia de sus memorias, vio desconsolado la arrugada foto de su bellísima madre que guardaba cariñosamente bajo la almohada, y las caras burlescas de los demás niños quienes la llamaban sarcásticamente por lo bajo “la prostituta”.




Después de un suspiro, el anciano apretó fuertemente el bastón y levantó su mirada hacia el cielo enojado en aquella fría noche de febrero. Con los dedos, contó los días que faltaban hasta la llegada de la primavera sacudiendo la cabeza. “¡Qué pena que no podré tocar el delicioso órgano en mis últimas Pascuas!”, pensó abatido y dobló la esquina. Acurrucado en el descolorido abrigo, se alejaba despacio por la calle solitaria, y con cada paso que daba, la catedral se veía disminuida y distante tras sus espaldas...




De repente, ralentizó su marcha y se giró. Con la mano puesta en la oreja, se detuvo a escuchar el solemne sonido que le pareció oír desde dentro. Era el del órgano maravilloso, que ya no le pertenecía.




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